¿Habrá alguna razón para leer?, ¿hay libros que cambien la vida? Seria difícil contestar estas preguntas. El ser humano no tiene moldes y la lectura es un ejercicio privilegiado de la libertad. Uno lee por el gusto mismo de leer, no por encontrar remansos o escapes, ¡nada!, se lee porque sería peor no leer, porque leyendo nos autoafirmamos. Así que dudo que haya libros que cambien la vida, cuando más la definen mejor.
Así pienso de Trópico de Cáncer, novela de Henry Miller de 1934. La historia detrás de la novela es conocida; nadie quería publicarla porque estaba “plagada de indecencias y obscenidades” hasta que Obelisk Press la editó en Paris. Inmediatamente sobrevino la catarata de reacciones, demandas, prohibiciones y censuras hasta convertirse en un clásico de la literatura contemporánea, inspiradora de una generación completa, la Beat. Pero fuera de esa historia qué. Trópico de Cáncer en realidad no es una sola idea en tanto no es solo una novela. Inclasificable como su temática es a un tiempo narración, autobiografía, ensueño, ensayo y denuncia; además tiene un espíritu vitalista que abarca y cierra como tenazas a la condición humana, desde el sexo hasta la autorreflexión.
Si existe un solo hilo narrativo en Trópico de Cáncer ese es el Fluir. “El héroe no es el Tiempo, sino la Intemporalidad… el tiempo no va a cambiar” dice al inicio. Todas las memorias del protagonista (Miller mismo), todo lo explícito que pueda ser al recrear al sexo es nada porque queda demostrado que lo único contingente es el hombre. Por eso su actitud para con los demás es absolutamente real y demoledora. Es nihilista y vitalista, es un sensualista que exprime la última gota de la vida, pero no es un egoísta como pudiera parecer en primera instancia porque lo que hace es autoafirmarse. No en balde cita y declara su empatía hacia Whitman, “el Hombre”: se canta a sí mismo, desprecia al Otro porque la autoafirmación frente y por los semejantes nos reduciría a lo patético y en el peor de los casos a la Nada: el amante que vive por y para la pasión pero descubre al consumirla que se consume a si mismo, que no hay sino vacíos en el núcleo del placer y anticipos de la muerte en cada orgasmo. Por eso el protagonista se afirma, cueste lo que cueste.
Esa forma de vivir no es fácil como pareciera. La autoafirmación es a costa de todo el esquema de valores; es sacudirse, volver a empezar de nuevo desde cero si en verdad aspira a entender el Fluir y luego, dejar que el Tiempo haga lo suyo. Trópico de Cáncer es una obra maestra sobre cómo entender al Tiempo, pero sin marrullerías ni caminos fáciles, sin concesiones ni eufemismos pues no se trata de cruzar los brazos simplemente y ser indiferente o llenar frasecitas bellas sin sentido, sino de entender todo lo que significa el Tiempo y estar dispuesto a Serlo antes que vivirlo.
Miller como Heráclito no concibe que el Ser sea en sí mismo. El Ser no es estático, está en la eterna contradicción de ser y no ser al mismo tiempo, en el devenir perfecto de un fluir incesante. Fluye entonces aquel Miller que escribe sobre Miller, aunque a veces lo llame Joe. No hay nomenclaturas, no valen los pronombres. Una simple mención basta para captar a ese Ser errático que deambula por el Paris de los años 30 demostrando que la miseria y la gloria son dos caras de la misma moneda. Arremete contra todo, porque el Fluir no concibe naciones o identidades sino quizá una pertenencia a sí mismo. Miller destroza a las ciudades, reniega de ideales preconcebidos; Nueva York “te hace sentir insignificante”, Paris es un paraíso y una antesala del infierno, los alumnos de Dijón no son materia de transformación sino un hato de desgraciados alienados y subyugados para que no piensen; su tiempo social como conceptualiza Norbert Elias a las mediciones humanas, es un fiasco total y un absurdo, los tiempos modernos apestan; de cualquier modo “en el meridiano del tiempo no hay injusticia: sólo hay la poesía del movimiento que crea la ilusión de la verdad y el drama”.
Para entender al movimiento del Ser hay que entender la inexorabilidad, desprenderse de todo, de la esperanza, los valores y los recuerdos más lejanos. El nihilismo que se asoma se matiza porque se requiere un grado extremo de complacencia y de conocimiento para simplemente Ser. ¿Qué importa la pobreza?, ¿de qué sirven las vejaciones, el vivir por vivir, el estar hambriento el desahogo en el sexo?, a final de cuentas el protagonista es y punto. Comprende que para ser no necesita que suceda nada, no tiene que esperar nada, no hay que recordar en absoluto. Con un vitalismo digno del mejor Thoreau, Miller dice: “tome la determinación de no aferrarme a nada, de no esperar nada, de vivir en adelante como un animal…”. Es esa decisión la que forma su ethos, el de ser consciente del Movimiento y por él de ser absoluto dueño de sí mismo, que es la forma más complicada de la libertad.
Todos estos puntos pueden ser interpretados de distintas maneras. Para los censores de Miller y los parisinos que aún vivían bajo la sombra de la belle époque, su narrativa es corrosiva y destructora, una absoluta perversión que no tiene empacho alguno en decir todo: “Cuando un hombre está ardiendo de pasión, quiere ver las cosas; quiere verlo todo, verlas orinar incluso. Y aunque es magnífico saber que una mujer tiene inteligencia… Germaine estaba en lo cierto: era ignorante y sensual, se entregaba al trabajo con todo su corazón y con toda su alma. Era una puta de los pies a la cabeza… ¡y esa era su virtud!”. Miller, entendámoslo, no reivindica nada. Sería muy tramposo hiperbolar su relato para decir que en el fondo muestra un amor fraterno por la humanidad o por la cultura. El protagonista, al captar su ethos decide que la mejor consigna es no desesperar (Il ne faut jamais désespérer); se aleja del mundo, porque aunque no tiene esperanza (y hay que recordad que a George Orwell le dijo que ir a la guerra de España era “el acto de un idiota”) tampoco hay nada que hacer ni por qué desesperarse. Miller demuestra la miseria humana en la miseria de la ciudad y así insistir que la contingencia humana y la inexorabilidad del tiempo hacen insignificante cualquier situación o estado. El mundo colapsaría y seguramente colapsará por un exceso de humanidad, por la idolatría a la razón y al mero sensualismo. El valor de Miller es el del artista, el que se percata de que en el esquema de valores tan rígido que impone la cultura no hay la más remota posibilidad de transformación.
Recuperar el valor de la vida en el arte es un cliché. Miller lo lleva a sus categorías más punzantes después de hacer uno de los más bellos elogios del arte en la literatura interpretando a Matisse. El Arte lo deja en “los límites auténticos del mundo”; todo se puede ir al infierno pero siempre habrá algo, alguien que rompa los límites e introduzca una nueva Cosa: un nuevo ver, un nuevo mañana, una nueva oportunidad. “Incluso cuando el mundo va camino de su destrucción, hay un hombre que permanece en el centro, que queda fijo y anclado más sólidamente, más centrífugo, a medida que se acelera el proceso de disolución”. Esas son las barreras contra el nihilismo corrosivo y brutal que vieron externa y únicamente sus censores. No da su brazo a torcer contra el repudio al mundo pero tampoco le da la espalda. Nadie diga que sin arte nos moriríamos de tanta verdad sin repasar la cita de Miller: “porque en este mundo, como en cualquier otro, la mayor parte de lo que ocurre es porquería e inmundicia, sórdido como un cubo de basura”. El Arte también forma parte del Fluir en tanto creación humana y por tanto es contradictorio, contingente y errático, es decir, el Arte no logra borrar la fealdad.
("El mundo de Matisse es todavía bello al modo de un dormitorio anticuado")
Tras este proceso de negación y desprendimiento, Miller arma su “profesión de fe”, una extensa declaración inclasificable que va del antiamericanismo, la denuncia del decadentismo, renegar de las ideas para entrar pleno a la actividad, su empatía total con Walt Whitman (y su repudio a Goethe) hasta su concepto de artista, un fragmento que por sí mismo valdría una interpretación a fondo.
El artista es un forjador de la Palabra que consigue que las palabras exploten, desgarren y demuestren una realidad, subyacente o evidente, para mostrarla, gritarla y ponerla de narices frente a lo que el mundo le ha asignado. Para el Miller protagonista, el hombre está acorralado frente al mundo y será estrangulado a menos de que haga buen uso de las palabras: “las únicas defensas que le quedan son sus palabras y sus palabras son siempre más resistentes que el peso yacente y aplastante del mundo”. Las palabras detienen el devenir, alteran la lógica de lo inexorable, dar con el punto exacto de sus significados es el objetivo, no el ideal, porque las palabras tienen que destruir las ideas, penetrar en lo profundo del mundo y arrojarlo con toda violencia. Las palabras permiten la rebeldía, están por encima de “gobiernos, leyes, códigos, principios, ideales, tótems y tabúes existentes”. Las palabras sondean los misterios que la cultura ha soslayado a la prohibición por su incapacidad de explicarlos, y ¿qué mejor misterio que todo lo que envuelve a la obscenidad? Partes del cuerpo, actos naturales, genitales, perversiones, deseos, el cuerpo como objeto, el cuerpo como cosa, son imposibles de negar, atemporales, son parte de los misterios que la Palabra debe de mostrar. Miller lo ha intentado hasta el hastío, hasta demostrar que como todo misterio su ambivalencia es peligrosa y confunde, la satisfacción también ahoga. El artista entonces debe romper lo establecido, “derrocar los valores existentes, convertir el caos que lo rodea en un orden propio”, un orden que lo lleva hasta el extremo de sí mismo y de todos, porque el Artista es un inhumano, está fuera de los límites de la humanidad; ser humano le parece “algo pobre, lastimoso, miserable, limitado por los sentidos, restringido por receptores morales y códigos, definidos por trivialidades e ismos”.
El verdadero artista ha escalado una vía parecida a la de los místicos porque está lleno de negaciones en busca de una necesidad superior, “el monstruo que les roe las entrañas” los obliga a ir más allá; “impulsos desconocidos… convierten es pasta húmeda en pan y el pan en vino y el vino en canción”, intentan asir a “un dios desconocido”. Los artistas han renegado de todo, buscan todo, si consiguen algo es por lo menos un último alarido, una necedad absoluta que ya no es simple rebeldía. Han intentado frenar el Fluir de las cosas, que está por encima de la humanidad y del vitalismo, que va hacia el cosmos y absorbe toda idea panteísta; el artista entra en un vertiginoso movimiento, porque a fin de cuentas ha entendido que él también está fluyendo y se siente parte de eso. El gran deseo de Miller protagonista es el del Miller escritor y el de los que aspiren a esa totalidad: “el de seguir fluyendo, unido al tiempo, el de fundir la gran imagen del más allá con el aquí y el ahora. Un deseo fatuo, suicida, estreñido por las palabras y paralizado por el pensamiento”. Escribir el misterio de hacer el amor y describir con lujo de detalles a los participantes y asistentes no es morboso ni obsceno, “más obscena que nada es la inercia”, y santos censores de Henry Miller, “mas blasfema que el juramento más horrible es la parálisis”.
¿Libros qué cambian la vida?, no a menos que seamos absolutamente influenciables, pero libros que intentan demostrar los misterios de la vida los hay pocos. Las ganas para leer a Miller son suyas amable lector.