lunes, 11 de julio de 2011

Heráclito, el río y yo

Siempre está ahí. No hay manera de evitarlo, ni cerrando los ojos se puede negar su presencia, así que decidí conocerlo; bueno, en realidad habría que definir la acción. Uno puede conocer a las personas y reencontrarlas al paso de los años, pero las cosas, ¿cómo decir que nos separamos de ellas? Siempre ha estado ahí. Encontrarnos fue pura coincidencia.

Cuando lo conocí era la referencia de una bendición, el agua; y la magia que siempre me ha atrapado: el agua en movimiento. Ahora que lo reencontré su pasto sigue igual; también la forma en que se llena cuando el verano. Hasta su sequedad llena de podredumbre y mal olor es idéntica, un poco más desarrollada que antaño, pero pertinaz en inundar los ojos y roer la decencia del buen olor.

Pero en algo es diferente. No por él sino en todo caso por lo que ahora soy. Cuando acompañaba a Martitha a inyectar a sus pacientes jamás había oído hablar de Heráclito, y mucho menos pensaba que el paso de alumno a maestro estuviera en algo más que cambiar el lugar que se ocupa en el salón. En fin, llegué y vi su fluir majestuoso, su fuerza inacabable, hasta podría decir que elegante o hipnótica, pero nada de comparaciones. Avanzaba a su propio ritmo, con una voluptuosidad que se antojaba para pescado o por lo menos para culebra. Las exigencias del trabajo impidieron una vista a conciencia, cuando más le eché una miradita. Según Heráclito nadie se baña dos veces en el mismo río. Según yo, que apenas soy nada, nadie ve dos veces otro río. El tiempo, la vida, la porquería que le vertimos puede ser diferente y más agresiva, pero el río es el mismo, con su magia inalterable y sus mitos a flor de corriente.

(El río de la Verdura, Amecameca)

El reencuentro con el río es más que una metáfora. El río es desafiante y terco. Sigue pasando con su calma insultante, impávido de su carga olorosa; hasta podría pensar que alegre cuando transporta ratas y alguna tifoidea. Pero, dado que Heráclito se equivocó de metáfora, el río en realidad sigue pasando porque ha de cumplir su destino manifiesto: fluir, fluir sin detenerse jamás. Entendámoslo, el río es recorrido, es esa fuerza que jamás se detiene salvo en las secas. Por eso el verano es su jolgorio. Se desborda con una alegría que más bien es euforia, pero puede que mis años de distanciamiento me hagan pensar diferente. El río ha de fluir porque así está escrito. Se cambia el traje y soporta heroicamente la hediondez. Si antes era el santuario de los espíritus, ahora los confunde con emanaciones nada mágicas pero igualmente invisibles y poderosas.

El río amables lectores sigue ahí. Cualquier día lo van a entubar y nos distanciaremos otro par de años. Su futuro es tan incierto como el mío, pero los años que fluya seguirá siendo el mismo y yo he de caducar. Mi logos, la gran aportación de Heráclito, perecerá un día.

Pero también un día llegará la justicia para los ríos. No serán fruslerías como matarnos de sed, que eso a nadie se le podrá achacar sino a nuestra desgraciadez para con el mundo. Llegará cuando el río en efecto no sea el mismo y los que se bañen lo comprueben. Razones de peso nos hacen concluir entonces que Heráclito vivió en un momento de absoluto desastre ecológico. Un día de intenso calor, harto de buscar el pneuma que mueve al universo, decidió echarse un chapuzón en el río Caistro, cauce de su Éfeso querido. El viejo Heráclito ignoró a sus discípulos que le prevenían de la porquería que flotaba en el Caistro, pero filósofo al fin y al cabo, siguió su aforismo de que “los hombres no saben escuchar ni hablar”.

(Heráclito, el arte de cambiar los sentidos por la inteligencia)

No habló en efecto sino para que lo sacaran, lleno de porquerías presocráticas pero al fin y al cabo porquerías. En su larga convalecencia de ronchas, granos, sudores, irritación, fiebre y síntomas aún no clasificadas por la ciencia médica de su tiempo, el filósofo renuncia a su idea de los sentidos y comprueba el uso de la inteligencia. Nadie se baña dos veces en el Caistro, le confía a uno de sus discípulos, que asiente babosamente pero no entiende nada. Una pústula en los labios le impide completar su frase, que seguramente era “nadie es tan tarugo para cometer el mismo error dos veces”, o por lo menos era una mentada de madre (en griego, por supuesto). El resto de la historia es eso, historia.

Un día el agua de los ríos nos cambiará por algo que en este momento, no somos… y no dejaremos frases inmortales, sólo nos quedaremos riendo, riendo, riendo…

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