El Śrīmad-Bhāgavatam cuenta que el brahmán Ajāmila un día conoció a una prostituta y arrastrado por la pasión que le produjo, se casó con ella y procreo hijos. Por su calidad de brahmán, ser superior al resto de los mortales, casarse con una prostituta significó la pérdida de su dignidad espiritual. El texto sagrado cuenta que Ajāmila, para sobrevivir, se dedicaba al robo y a toda clase de actividades ilícitas como los juegos de azar.
Así por ochenta años, engendrando contra las costumbres hinduistas un hijo después de los cincuenta. Al momento de su muerte le enternece tanto la suerte que tendrá su pequeño hijo Nārāyana, que sus últimas palabras se las dedica a él. En ese instante unos seres “de aspecto raro, con cuerpos deformes cubiertos de un vello erizado, y caras feroces y fruncidas” llegan a su lecho con sogas para arrastrarlo ante el señor de la muerte Yamarāja.
Cuando los yamadūtas (que tal es el nombre de esos auxiliares necrológicos) cumplían su función, aparecieron tres seres de apariencia hermosa y radiante, los visnudutas o auxiliares de Visnú, que prohibieron tocar el alma de Ajāmila argumentando que a pesar de la iniquidad y pecados en la vida terrenal, la repetición constante del sagrado nombre Nārāyana (un nombre sánscrito que se le da a la divinidad) le había salvado.
Estamos frente a una historia de Virtud. Una reflexión particular sobre la conducta humana que al mismo tiempo es universal: sea el desprendimiento material que buscan los devotos de Krisna o la negación del mal en occidente, la metáfora es la misma.
El sabio hindú Bhaktivdanta Swami Prabhupāda en la exégesis de dicha narración (en español se puede leer en el libro Venciendo al destino) se refiere en extenso a la religiosidad como un supuesto básico para la humanidad y para los gobernantes en particular. Las premisas son también muy próximas al pensamiento religioso occidental, sobre todo al cristianismo y su elogio a la virtud de los gobernantes, sólo que el fondo de la exégesis no termina en teocracia ni en proselitismo sino en una religiosidad que más se acerca a la filosofía. La teoría política de Prabhupāda sería la cara oriental de Platón y su República. De entrada reconozco que esto no es sino una mera analogía. La sabiduría védica es mucho más compleja para ser comparada a la ligera, no obstante, nuestros tiempos exigen un replantear al Estado y sus funciones. En medio de la violencia, que de tajo ha descubierto la ineficacia de la racionalidad como sustento de los cuerpos políticos hay que analizar otras opciones… al menos teóricas. Ese es el propósito de este pequeño texto.
Comencemos diciendo que desde los griegos la virtud es un valor y un requisito que deben tener los gobernantes. Platón y luego Aristóteles establecerán la conexión formal entre los filósofos y los reyes como las personas más aptas para ejercer el gobierno en tanto son dueñas de la virtud, la mesura, reflexión, acción y práctica para el bienestar común, para conseguir la felicidad colectiva. Los cristianos medievales seguirán el pensamiento griego hasta llegar a las complicadas teorías sobre el poder y la sociedad. Lo demás es conocido, la Iglesia hizo propias las doctrinas políticas y terminó absorbiendo la idea del político dentro de la teología.
El Estado se configuró entonces como una entidad orgánica, un modelo perfectible que tendría por ideal las máximas del Evangelio, bajo un argumento total e irrefutable: omnis potestas a Deo, “todo poder proviene de Dios”. Bajo esta perspectiva cualquier fusión amigable entre la Iglesia y el poder civil es imposible; sería inútil referir la historia de los conflictos Iglesia-Estado.
(Krsna vs Rosseau: Los pactos sociales no pueden conseguir la satisfacción colectiva)
Cuando leí la exégesis de Prabhupāda lo primero que me llamó la atención fue la aparente ingenuidad del argumento según el cuál la religiosidad debe estar por encima del gobierno civil. Pero luego, analizándolo el alcance de su idea es muy interesante. Primero porque la religiosidad no se ciñe a una institución sino a una liberación, a una entrega que significa la plena realización del ser. Segundo porque en Occidente existe la idea de que la violencia no puede ser medida racionalmente porque la violencia misma es una irracionalidad humana. Entonces entra la sabiduría del maestro hindú: el contrato social es una necedad, no hay ninguna oportunidad para que por medio de la razón (entregar nuestros derechos a un tercero para que los administre) se consiga un estado sentimental que satisfaga a la humanidad entera. El ingenuo se convierte en malicioso; la razón es en realidad una cuestión sentimental, pues el Estado en efecto es abstracto pero se manifiesta en instituciones, en lugares físicos, en leyes y pactos, todos aprehensibles con los sentidos. Prabhupāda va más allá: el objetivo de los pactos es una simple complacencia de los sentidos, el bien común pretende hacérsenos pasar por la manifestación de la felicidad, pero es una felicidad absolutamente material y por tanto incompleta.
Ideas como estas serían proscritas en cualquier filosofía política occidental, no es raro que jamás se mencione como teoría política. La reflexión del sabio hindú es ética, pero en estos momentos es necesaria. La propuesta del Bhaktivdanta es simple y por eso mismo compleja y profunda: “lo claramente recomendable es enseñarle a la gente a volverse consciente de Krsna y regresar al hogar, de vuelta a Dios” (p. 20). Si intercambiáramos los conceptos por cualquier credo occidental la propuesta es noble y elevada pero imposible de llevar a cabo en la vida real; si intentáramos matizar el contexto hay puntos que valen la pena ser reflexionados en extenso.
La conciencia de Krsna, según ejemplifica el caso del brahmán Ajāmila, es asequible a todo el mundo, por más sumidos que estemos en el error hay posibilidades de enmendar la vida. Los gobernantes tienen que ser dignos de sus representados y su principal labor será la de enseñar esa conciencia. Así, el gobierno, además de virtudes, debe tener un fin didáctico hacia sus gobernados respecto a la idea de realización religiosa, que como hemos dicho es una liberación. Octavio Paz en Vislumbres de la India prevenía que las filosofías orientales que hablan sobre el gobierno no son teoría política porque no buscan un bien común colectivo. Lo que hay que rescatar en consecuencia es un postulado clásico: que el gobernante ha de ser virtuoso por sí mismo. Para los hinduistas, el gobernante no es parte de una Iglesia como institución y la divinidad en ningún momento lo ha designado o tocado especialmente. El gobernante es un sabio que está capacitado para guiar a los ignorantes, es un sabio que tiene por principales valores la honestidad y la religiosidad entendida ahora como un estilo de vida muy cercano a la pureza. El gobernante no es improvisado, ha llegado lejos en su camino de aprendizaje y por eso, sólo por eso, puede aspirar a ser un maestro que busca dar a su pueblo seguridad, instrucción y confianza, porque los ciudadanos depositaron ese valor en que su gobernante sabrá usarlo de forma benéfica. Si defrauda esa confianza cometerá el peor pecado, pues “aquel que traiciona la confianza de una entidad viviente que se refugia en él de buena fe… es extremadamente pecador” (p. 29).
¿Qué se extrae de toda esta reflexión? La idea del gobernante sabio es tan añeja como denostada. Hoy por hoy nadie cree que sus gobernantes sean unos sabios y hay casos de terrible ignorancia. Los hinduistas no pueden bajar estas ideas al plano material porque tienen por principio la negación de que el Uno, la categoría ontológica por antonomasia, sea reducible al cuerpo; además, porque los verdaderos principios religiosos (bhāgavata-dharma) consisten en “la entrega al Señor supremo y el amor por Él” (p. 56). Nosotros tampoco podemos desprendernos absolutamente del mundo material, pero ¿por qué no reflexionar más profundamente nuestras ideas?, es tiempo de cuestionar la razón pura y analizar como navajas si los postulados democráticos y los sistemas de gobierno como tal nos satisfacen. Creyentes o no, a favor o en contra, los gobernantes capitalizan nuestra confianza, sea tácita u obligatoria, cada día nos la defraudan, se contradicen, nos privan de una realización material que aunque Prabhupāda considere parcial y caduca, es una satisfacción legítima y a veces suficiente. Entonces, ¿no podríamos como el brahmán Ajāmila arrepentirnos en el último momento?
Sr. Masa, debo confesar que es profundamente complicado leer este texto pero con calma llega uno a la meta (empieza usted a escribir como cierto erudito alejado del vulgo experto en epistemología jajajaja).
ResponderEliminarLe comparto una lectura que a mi entender puede ayudarle a complementar sus reflexiones sobre religiosidad y sociedad. el título es "Dios y Estado" http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/2/970/13.pdf
Un abrazo amigo.