miércoles, 5 de agosto de 2009

Día 5, Amecameca


Hoy me eché a caminar por Amecameca, sin rumbo fijo, por las calles que antes recorría con cierta frecuencia. Al caminar así me sentí dueño de mí mismo, obedeciendo no más que al instinto, dispuesto a envolverme del entorno, buscando además la magia de este, mi lugar.
Si insisto tanto en describir los lugares es porque estoy seguro que cada pueblo, cada calle y esquina tiene una chispa que lo diferencia de todo lo demás. En Ameca, a pesar de los años, las pérdidas irremediables y de la indiferencia hay una magia que crece con la imaginación. Caminaba imaginando que las casas volvían a su esplendor de balcones, tejados y ventanas con vidrios de colores. Siempre con el aire frío, punzando, cortando el aire. Ameca siempre gris para mí pero no por tristeza, sino por la ambivalencia de emociones, porque el gris es el color neutro por excelencia.
Caminé descubriendo lugares, calles, nuevas caras y desolaciones. Descubrir palmo a palmo lo que me rodea, descubrirme a mí mismo en un día al estilo literario, donde tomé el morral con un libro, hojas, la pluma y la cámara, me metí al tianguis, me detenía para ver cada rostro y los colores de los puestos y terminé en una librería de viejo que acaban de abrir, hojeando libros, dejandome llevar tan solo.


Regresé para ir a la cita del grupo, para visitar el ex-convento de Chimalhuacán, donde la humedad vibra y la llovizna parece ser un telón de fondo a los escudos dominicos que aún existen en el claustro; para ir a cenar con los amigos, para venir aquí y decirme que hoy fue un gran día.
Quizá dormiré pensando en los hermosos balcones, las casas de adobe encaladas, la amplitud de las avenidas y el majestuoso valle del Volcán, señor de esta tierra sin lugar a dudas.

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